WAGNER Y MATILDE WESENDONCK

WAGNER LE ESCRIBE A WASENDONCK

COMENARIO EN TORNO A RICARDO WAGNER SUGERIDO POR SU CORRESPONDENCIA PASIONAL A MATILDE WESENDONCK
Por Carlos Bosch
La falta de consecuencias en la obra total de un autor determinado es, muchas veces, lo que significa su mayor potencialidad y su total singularidad. Si el artista recoge y se acaudala de antecedentes directamente tradicionales, con los cuales se lanza con intrepidez de despreocupada originalidad hacia el encuentro de sí mismo, viene a crear una cosa excepcional que marca una transformación dentro de los cánones permitidos, aunque signifique sorpresa de inaudito coraje para los filisteos, que ni siquiera comprenden que aquello no deja, en su genialidad inventiva, de originarse con acusados rasgos de filisteísmo.
Tales inventores tienen, a pesar de sus detractores, numerosos adeptos y discípulos fidelísimos, pero no eficaces continuadores si, como es el caso de Ricardo Wagner, son llamados a cerrar un ciclo y una época; artistas eminentemente históricos que definen un total resumen.
Nada más vacío y de ruido menos sonoro que esos compositores influidos por Wagner, de los que aquí mismo hemos padecido.
La consecuencia más relevante la tuvo en Ricardo Strauss quien significa la antítesis del idealismo wagneriano. Los poemas de Ricardo Strauss se manifiestan con magistrales recursos de materialismo acústico, de imitaciones de naturalismo sonoro y con un lirismo vulgar en lo melódico, sólo atento a indagaciones armónicas e instrumentales.
La eficacia de futuro que cupo a Wagner fué sencillamente la de arrojar la llave de una época murada para que naciera otra revolucionaria y renovadora que había de culminar en Debussy. Fué, por consiguiente, una reacción de necesidad que, un tanto arriesgadamente, pudiera diagnosticarse de fisiológica, esta consecuencia inconsecuente que derivó de la extensión por demás intensiva de los sublimes poemas genialmente musicales merced al genio portentoso de Wagner.
Tal figura había de producirse fatalmente en el arte: es de imperioso sino histórico. Por ello fué su vida empujando a la masa de sus contemporáneos y recibiendo golpes en su avance.
Si procedía de Beethoven, en cuanto atañe a una cierta humanización en lo sinfónico que se apresta a la audacia en romper moldes formales establecidos -considerando los desarrollos de los poemas dramáticos wagnerianos en su forma trabada por los motivos temáticos y su conjunto en la integra-ción-, más directo sucesor era, por autor teatral, de Weber, quien señaló los fundamentos de la ópera alemana con su lirismo inconfundible y el misterio selvático y legendario pintado de panteísmo. Pero ahí estaba la dificultad y la lucha inevitable. La ópera italiana estaba todavía en su apogeo y el público adoraba los pugilatos de los divos, que hacían su delicia en los escenarios donde actuaban, daban ocasiones a las más selectas galas de la sociedad elegante y temas para entretenidas discusiones y apasionadas disputas en favor de unos u otros.
Aun con una evidencia manifiesta, le hubiera costado bastante esfuerzo a Wagner el imponer su radical reforma, pero he aquí que aun actuaba Rossini, entre otros grandes valores, y, verdaderamente, el autor de “El barbero de Sevilla” nos seduce sin reserva alguna. Es decir, que quedamos plenamente satisfechos y en gozo de conciencia al haber cedido a su seducción. ¡Qué bello éxtasis de melancolía es el ceder también a los encantos de los cantos y de la dulcísima y constantemente original melodía, montada al aire en su brillo inmaculado, de Bellini!
El ambiente no estaba preparado para la necesaria renovación wagneriana.
Las creaciones que se producen a destiempo suelen ser las que definen luego su tiempo; las que, egregiamente, forman época.
¡Qué triste soledad ha de sentir el hombre abocado a un futuro glorioso que le será póstumo! No tanto, sin embargo, porque el hombre siempre encuentra al hombre si esencialmente es hombre (no lo reduzco a la vulgarizada confusi6n de hombre por varón).
Siempre hallaremos la réplica que nos convenga. Wagner fué el más incomprendido y el más perfectamente comprendido por selectas minorías fanáticas, términos que parecen no avenirse bien.
Liszt fué su profeta, y, en realidad, predecesor suyo en la concepción musical, en el abarque, y, en ocasiones, disposición de sus armonías y en la amplitud y libre expansión y originalidad de sus melodías.
Uno de sus más sensitivos receptivos fué Charles Baudelaire; éste se embriagaba del halo esencialmente poemático que, aun fuera de lo literario, trasciende de la música del gran reforma-dor. De esa melodía infinita por intención supracadencial, ya que lo inherente a la música wagneriana es la radical insatisfacción; no el superhumanismo de Federico Nietzche, tan su amigo antes, cuanto después su contradictor apasionado, sino el ultrahuma-nismo, la renuncia para la posesión que, lejos de ser integral, resulta transfigurada, resolviéndose musicalmente todo ese vago ensueño extraño a toda filosofía y, con una inconsciencia absoluta, del todo opuesto a su más admirado filósofo Schopenhauer.
No obstante, sólo tal pretensión unida a su individualismo, a su unión con Luis II de Baviera, a sus intimidades individuales y a su predilección por Venecia, donde fué destinado a morir en un final evanescente según cumplía su vida, mostraban bien a las claras que Ricardo Wagner, inspirado en leyendas que no tienen su origen alemán, contemplativo creador de fabulosas invenciones renanas, no tenía nada del personaje simbólico con que trató el imperialismo germánico de interpretarlo para sumarlo a su causa como glorioso resumen.
El poético misticismo de «Lohengrin», sublimado al final de su vida por «Parsifal», el costumbrismo de lírica artesanía que aspira exclusivamente a la liberación de mezquinas trabas en el arte de los «Maestros Cantores»; el amor que ha de resolverse en la torre castellana que abre hacia la inmensidad del mar, donde lo finito se anega en la superación infinita de un horizonte inconmensurable que recoge uno de los más sublimes acentos del amor, en «Tristán e Isolda», «Las Walkyrias», «Sigfredo» y «El ocaso de los dioses»; la obra total de Wagner y su vida toda, si bien y definitivamente alemanas, son de un puro artista y pertenecen al patrimonio universal.
Por aspiración impaciente se rebeló, siendo expulsado como revolucionario, revolucionarismo del cual curó pronto repitiendo en muchas ocasiones que él sólo se cuidaba de su arte; lo cual era ya bastante. Su vida pasó por pruebas de ásperas materialidades, poco avenidas a su ser de grandes exigencias. El lujo lo consideraba, lo sentía necesidad primordial para su vida y logró vivir siempre espléndidamente en medio de su situación precaria. Parecido en eso a Grabiel D’Annunzío, siempre pedía socorros para sus necesidades monetarias desde bellos refugios campes-tres con el máximo confort de su tiempo, o desde palacios venecianos, o de las márgenes del Rhin. Únicamente hubo de vivir más estrechamente en Paris cuando no era huésped de honor en la superelegante embajada de Viena, cuya embajadora, apasionada wagneriana, era la princesa Paulina de Metternich, nacida princesa Sandor.
Sentíase muy extraño a la vida y al espíritu de París, pero pronto se dejó seducir, aunque no lo confesó. Allí tuvo su grupo íntimo y una de sus amigas más dilectas fué la hija de Teófilo Gautier, Judith, confidente apasionada, en plena juventud, y de chic peculiar.
Las nostalgias del pasado dan mayor encanto a los goces y atractivos encuentros del presente. Tal el caso de Wagner en París.
Retrocedamos un tanto con el desorden de un conversar, que es lo que pretenden estas líneas preliminares.
Pensemos con delectación en aquellos días serenos de la «Colina verde» y las plácticas subyugadoras en la terraza de la Villa Wesendonk, a voz queda, mientras fulguraban los rayos del poniente como absorbiendo las ideas de la novación wagneriana que habría de cerrar dentro de su sentido renovador el ciclo de toda una época. Allí germinaba todo el fondo pasional de «Tristán», la espiritual Matilde se nimbaba de la propia figura-ción de Isolda. Representaba el amor prohibido, positivo amor, amor practicado y gozosamente sufrido por la renuncia misma.
Matilde Wesendonk vino a ser un sublime ensayo de la pasión de Tristán hacia Isolda: el ensayo se convierte en vida; la realidad nunca es el hecho en sí, no el suceso sino la reacción del hombre, realidad de todo.
Una misma cosa, jamás es la misma para dos hombres diferentes, sólo el modo de sentir y reaccionar forman la realidad.
Wagner fusionó su invención apasionada con la pasión a Matilde «la maravillosa criatura». La gestación de su magna obra requería la confidencia íntimamente sentimental con un ser digno y capaz de ser amado.
Amigo dilecto y favorecido por el acaudalado Otto Wesendonck; huésped en el «Asilo», pabellón confortable cercano a la villa de la «Colina verde», Matilde y Ricardo complicaron su amistad exaltada por las melodías del Tristán y por el poema que seducía sus sentimientos y -¡quién sabe!- también quizá su ambición de héroes poemáticos.
Gracias a tales circunstancias huyó Wagner al tranquilo apartamiento de Venecia, desde donde alternó sus trabajos del gran poema musical con las numerosas cartas a la amada ausente, correspondencia muy mezclada, donde lo más perentoriamente vulgar se engarza a imágenes de original pensamiento poético. Cartas verdaderamente vivenciales, desesperanzadas y de una firme y segura soberbia que hace fe de su genio.
Hay en ellas un esfuerzo constante para transformar la pasión en sublime amistad perdurable. Pero Wagner no fué nunca hombre apto a la amistad; su extremada fuerza temperamental no le permitía ese disfrute, que es el mejor y más seguro de la vida. «L’amitié passe avant tout», decía su incondicional admiradora María Kalergis. A él le estaba vedado este supremo bienestar. Sus cartas a Liszt, igual que las dirigidas a Luis II de Baviera, tienen un tono exaltado, que agudiza morbosamente la unión fusionada en afinidad amistosa. Prueba concluyente es aquélla que parecía tan consistente y formada en fidelidad de discípulo predilecto y prosélito a todo riesgo, la que bien a pesar de todo se quebró, cediendo a la pasión, sacrificándole en lo que consti-tuía lo mejor de su vida y hería su mismo honor.
Tampoco supo amar sino basta el momento en que el tumulto pasional obraba. El amor de amistad no pudo gozarlo, aunque lo intentó, precisamente, con Matilde Wesendonk, pero bien claro está que en cuanto el tiempo y la distancia serenaron el arrebato pasional, sus cartas se vuelven misivas de mero cumplido formu-lario.
Debido a eso, he procurado transcribir solamente las que imagi-ban en Matilde, la Isolda del Tristán, ya que ellas nos dan lo más auténtico y valioso de Wagner. Su signo demoníaco, tan opuesto al sublime reposo ideal de Goethe como lo fuera Liszt con respecto a Schiller, y este paralelismo viene aquí por haber tratado ambos de ser figuras sucedáneas y eficientes en la vida artística de Weimar.
Este fatalismo pasional de Wagner hizo la tragedia de su vida siendo primero causa de su prematuro matrimonio con Mina Planer, y sus altercados y desaveniencias inevitables de cons-tante desasosiego e insatisfacción incluso material, porque su exceso pasional no hemos de confundirlo con la corriente sensualidad. Wagner era lo que, en ello, suele decirse un cerebral. Su naturaleza requería una pasión del rango de sus héroes y aun de los mismos morbosos filtros. La única pasión más normalizada y conclusa tuvo origen de remordimiento y fué tardía, contando él dos años menos que el padre de su mujer, su glorioso – y a lo primero disconforme suegro – Liszt. Sólo por el talento excepcional de la espiritual Cosima, su propia mujer, supo algo de lo que significa la tranquila unión que dialoga con caridad en centrada confianza huida de extremos hipertensivos. Nunca lo pudo con Liszt, ni con otro alguno, que no fuera corresponsal de mera fórmula, ya lo he indicado.
Quiénes como Judith Gautier y Baudelaire, Catulle Mendes y otros hicieron figura de amigos, pero eran únicamente admiradores.
Sin confundir en nada el arte con un sentido místico, religioso, ni siquiera idolátrico, me arriesgo al supuesto de que, quien sintió la intensidad poemática de Tristán y Parsifal y acertó a expresarla con tanta maravillosa sublimidad, habría de ser un hombre supe-rior incluso en su conciencia.
Por eso Wagner representa en el fondo, algo de la fatalidad del sino, aunque ello no pretenda ni mucho menos, eludir la libertad individual; únicamente la predisposición a un ímpetu terrible que le torturó hasta sus últimos años.
El arte fué su verdadera vida y él le redimió. Nos queda un tanto en interrogante la figura y, sobre todo, el caso de Matilde Wesendonk. Desde luego, la dulce y espiritual burguesa no alcanzaba las cimas pasionales de Isolda, cuyo era su papel histórico.
Mujer mimada por su acaudalado esposo de cometido histórico tan noble como aparentemente desairado, le guardaba una fidelidad exterior y cumplía la debida sumisión matrimonial que demandaba Otto, muy dado también al arte wagneriano, merced al que le corresponde un personaje simbólico, majestático por derecho de corona y de amor por amor en la figura del Rey Marco en Tristán e Isolda. Otto Wesendonk no vivió ni sufrió, sin embargo, el cometido asignado. El desenlace humano se anticipó al del arte, devaneciéndose en melancolía de pasado que dejó un nimbo de perenne gloria en sustitución al trágico desenlace y al fatal efecto del filtro en la obra de arte imperecedera.
Las cartas de Venecia con algunas otras, nos sirven de guía para el camino florido y espinoso, no sólo de la inspiración de Wagner, sino de su posición y oposición al mundo circundante.
Su misticismo poético tomó forma viva en ese amor sublimado en derredor del cual giraban sus ideas, pensamientos y emociones. Algunas de tales cartas resuenan como soliloquios que no demandan siquiera reciprocidad buscan un eco universal, la explicación de la obra de arte que va germinando. Estaban impregnadas de la melancolía infinita; quizá excesiva para las sensibilidades de hoy, para la exigida concreción de un ayer muy reciente.
La ley motiva que él nos trajo, se contiene en su vida misma, vida muy definida; esculpida en suavidades de mármol tras las heridas de un cincel especialísimo, pero esa su definición nos lega un grupo de cuanto ha constituído su fogosidad redimida, fijada en aquella perpetuidad con que el arte transforma la conmoción en forma inconmovible.
Si la Isolda de carne palpitante para la pasión de Ricardo Wagner pasó rápidamente, antes de que la obra emergiera al mundo, nunca cesó para él ese anhelo de sentido cromático y ascendente que le es inherente. Únicamente descansó, según he indicado, en la clarividente Cosima, descansó no del todo sosegado para su conciencia, porque hay algo que excede al mismo derecho del genio, frase y concepto de los que se ha abusado mucho sin pararse, en cambio, en los deberes que impone una superioridad excepcional. El primero, tal vez, el ser fiel a su voluntad de arte. Aquel, pues, que se inspiró con tal personalidad en el sublime poema de amor que significa «Tristán e Isolda», ha de ahondar todo cuanto significa la felicidad amorosa y nunca liberarse y menos desentenderse de su credo poematizado.
Goethe se liberó casi medicalmente del morbo wertheriano, más, a fin de cuentas, no le dió una solución superhumana. Wagner se la dió para el símbolo de la eternidad del amor. El poema arrastraba en cierto modo la traición del genial inventor. No aludo aquí -es el caso opuesto- al amor materializado, pero es que, al parecer, la misma amistad con la amada quedó aminorada como hemos visto.
El arte tropieza con esa falsedad de eternizar pasiones. No creo que ninguna pasión pueda ser perdurable, ni la de los intereses siquiera. El amor puede ser apreciado, y sólo se sabe cuando el tóxico pasional ha sido completamente eliminado.
Posible fuera que Matilde Wesendonk haya amado y seguido fiel a Ricardo Wagner, porque aparte de algún arrebato circunstancial, no tuvo ninguna pasión hacia él, sino al artista, su amigo y confidente. Cosima le amó porque fué subyugada por su arte y su atractivo espiritual. Le amó luego enlazada en sus proyectos, y le amó durante una viudez de casi medio siglo.
Pienso que la lectura de estas cartas marcan un momento crítico e inmarcesible, por muy lejano que nuestro mundo de ahora se encuentre de aquellos ideales nunca pasados, aunque se expresen de manera diferente.
Un paisaje nórdico sin parecerse, contraponiéndose, incluso a otro meridional, se nos revelan en paisaje; es decir, dentro de una concepción idéntica.
La selva primitiva, fantasmagórica, legendaria y nimbada de panteísmo del Freischütz de Weber y del «Sigfredo» de Wagner, están a tal distancia, que nos causan invencible nostalgia de esos jardines andaluces que espiritualizan sus sentidos en los nocturnos de Manuel de Falla, por sensación de paisaje evidente-mente.
El que una época sea pasada no supone nada contra la estimación de sus valores. Valor y actualidad no tienen relación ni indican supremacía alguna. Lo que sí supone inferioridad es el actuar con forma caducada, porque el hombre, necesariamente, es de su tiempo; distinguiendo tiempo y generación. Hay quienes presos en su generación no pueden avanzar, y los que, voluntariamente, se niegan a todo avance. Son incambiables. Desde luego, quienes lo sean no comprenden tampoco su tiempo, porque fué igualmente modernidad. Los que protestan contra todo cambio, resultan infieles al que dicen su tiempo, que no fué sino evolución. Así pues un anquilosado en el wagnerianismo, es un infiel al arte y a la significación musical de Wagner. Obsérvese con qué audacia y energía combatió Roberto Schumann por el avance musical y el desdén con que hablaba de los “filisteos”. Aprovecharé la ocasión para decir que las apariencias no equivalen a la realidad y que más cerca se halla Schumann de la estética actual que Wagner con su gran reforma.
Mas todo esto me llevaría muy lejos y resultaría inoportuno para los lectores que aguardan llegar a las cartas de Ricardo Wagner, no sin penitencia si han cumplido la cortesía de leer este comentario antecedente.
Penetremos en el Tristán herido que aguarda a su bienamada y contemplemos a Wagner en Venecia, embebiendo su soledad en el tercer acto de Tristán antes de escribir a Matilde, su elegida modelo para la Isolda, por lo cual pasó a la historia entre las escogidas figuras del arte.
Carlos Bosch.